domingo, 21 de julio de 2013

Carta a quien sufre



Querido amigo:
En estas líneas encontrarás un intento de acompañarte en la búsqueda del sentido de tu dolor, incluso de su valor, porque –no lo dudes– escondido en el dolor hay algo que puede aportar mucho a nuestra vida, y que nos toca a cada uno descubrir –y nadie puede hacerlo por nosotros–.
Es un desafío importante. Hay que recorrer un camino que no es fácil,  pero vale la pena intentarlo, ya que está el juego el sentido con que vivimos el dolor.
Aunque aquí trataré de explicar brevemente algunos puntos, te advierto que las ideas solas no te aportarán la paz y el consuelo que necesitas. Eso sólo puede venir de Dios: en los brazos de tu Padre Dios y de la Virgen encontrarás la serenidad y la compañía que necesitas. 
De todos modos, ayuda mucho entender algunas cuestiones, y abre la puerta a encontrar la verdadera respuesta.
Un primer consejo es que no te hagas preguntas que no tienen respuesta. Sería como recorrer una calle sin salida, con todo lo frustrante que significa buscar y no encontrar.  Preguntas como ¿por qué a mí? ¿por qué ahora? no son razonables, ya que la primera tácitamente supondría plantear que el dolor le vaya a otro... (y eso seguro que no lo deseas) y la segunda, cambiarlo de momento en la vida... (tampoco arregla el asunto). 

sábado, 20 de julio de 2013

CUANDO EL DIABLO ATACA

Cuando el diablo ataca siembra en ti la desesperanza. Pierdes la alegría de vivir, la ilusión por las cosas pequeñas, lo hermosa que es la vida cotidiana.

Cuando el diablo ataca, te llenas de inquietudes y angustias, de un odio profundo, un deseo irracional de hacer daño.

Cuando el diablo ataca, te hace olvidar que él existe y que eres un hijo del Dios vivo.

Cuando el diablo ataca te hace perder la vergüenza, vives el momento en una euforia de la que te arrepentirás el resto de tu vida.

El diablo con sus insidias marchita tu alma como una flor hermosa que se va secando y es pisoteada por los que pasan.

Un hijo de Dios debe saber cómo reconocer los ataques sutiles del demonio.

Decía un sacerdote que el diablo es como un perro rabioso encadenado. Sólo si te le acercas podrá hacerte daño.

El problema es que solemos verlo como un perrito inofensivo y nos vamos acercando hasta meter nuestra mano y nuestra alma entre sus fauces.

La magnitud del pecado es algo que ni siquiera puedes imaginar.

¿Qué mueve al demonio? El odio. Te detesta en lo más profundo de su ser.
¿Qué desea? Tu alma. Para verte sufrir una eternidad alejado de Dios.

Se goza cuando ofendes a Dios. Disfruta viendo cómo las almas de los elegidos se pierden y se van llenando de cicatrices y olores nauseabundos, para luego desgarrarse en el infierno.

Una vez leí esta frase impactante: “Qué tristeza, perder una hermosa eternidad, por un poco de tierra”.

Se cuenta que santa Teresa pudo ver un alma en pecado mortal, y casi cae muerta de espanto ante esta horrorosa visión.

Son almas muertas, alejadas de Dios, en las que no hay alegrías ni esperanza. No hayan el camino de vuelta, porque se sumergen cada vez más profundamente en su propio pecado. Los videntes de Fátima las vieron cuando tuvieron la visión espantosa del infierno.

San Francisco de Asís amaba tanto a Dios que le espantaba la sola idea de ofenderlo. Lloraba por los bosques de Asís gritando “El Amor no es Amado” “El Amor no es amado”. Y se hacía acompañar por un compañero para poder confesar en el acto cualquier mal pensamiento, cualquier cosa que ofendiera el corazón tierno de nuestro Dios.

¿Qué debo hacer?
Reconciliarme con Dios. Empezar a cuidar mi alma, el estado de gracia.
Decía un santo: “Sólo tienes un alma. Si la pierdes, ¿qué harás?”

Procura vivir lo que Dios te pide: perdonar, amar, compartir, hacer el bien.

Tus buenas obras quedarán grabadas en el corazón de Dios.

Aún hay tiempo.

Tenemos el tiempo de gracia y de Misericordia que Dios nos concede a todos. No cierres tu corazón al llamado que te hace el Padre Eterno.

Encuentra la paz que sólo Dios te puede dar.

Aspira a lo más hermoso: la santidad.
Vive lo extraordinario: el Evangelio

Autor: Claudio De Castr