Moderado y discreto al hablar
Todos
conocemos muy bien la expresión del apóstol Santiago: “si alguno no cae
hablando, es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo”
(3, 2). Muchas veces me pregunto si tomamos conciencia de lo que el apóstol nos enseña. La expresión del apóstol podría ser traducida a modo de refrán: “dime cómo hablas y sabré si eres santo.”
Se
puede decir que la lengua es lo mejor y lo peor que tenemos, es fuente
de inmensos bienes, pero también, en contraste, es incalculable el mal
que podemos hacer con la misma lengua. Una sola palabra basta para
exteriorizar las riquezas o las miserias del alma; sólo quien posee sólidas virtudes, puede mostrarse delicado y discreto, sincero y educado, abierto y prudente. Es decir, existe una perfecta ecuación entre santidad y discreción en el hablar.
El uso de la lengua y las virtudes
En efecto, el uso de la lengua es la manifestación más elocuente de las virtudes cristianas:
Quien no tiene caridad, no puede ser moderado. Quien no es humilde, no
puede ser discreto. Quien no es sencillo, sincero y abnegado, no
dominará jamás su lengua porque él mismo está encadenado por pasiones
violentas.
También el buen uso de la lengua expresa riqueza
de virtud humana: Hablar con moderación y discreción es la clara
muestra de una voluntad disciplinada, dueña de todas las circunstancias.
El discreto medita las preguntas que se le hacen, las respuestas que se
le piden. No emite juicios
de personas fácilmente. Se mantiene equilibrado cuando está muy alegre o
muy herido, y no pierde el control de sus palabras. El discreto escucha mucho, habla poco y actúa con eficacia.
Cristo y el uso de la lengua
Jesucristo, en su doctrina y en su actuar, es ejemplo de moderación y discreción en el hablar.
Su doctrina sobre el hablar es clara. Del mismo modo que no pasará desapercibido el vaso de agua dado por amor, así “de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio. Pues por tus palabras –dice el Señor– serás declarado justo y por tus palabras serás condenado” (Mt 12, 36-37).
Pero el actuar
de Cristo es aún más elocuente. Ante las provocaciones de los fariseos
cuando le preguntan sobre el pago del tributo al César o ante el adulterio
de la mujer, Cristo examina las circunstancias y examina también los
corazones. No se precipita en sus respuestas. Éstas son concisas,
dignas, llenas de sencillez y mansedumbre.
La prudencia
y la discreción de Jesús no se quedan en resolver dilemas de sus
enemigos o acusadores. Se extiende al trato personal con las almas. ¡Qué
tacto, qué sentido de la oportunidad para encontrar el momento apto
para establecer el diálogo, sin herir, sin humillar, para edificar
siempre! Cristo conquista a la Samaritana por el
respeto, la prudencia y la discreción. Jesucristo se acomodó, se hizo
sencillo, fue natural y espontáneo. Usó de aquella santa caridad que
lleva a calcular las palabras y a obrar con precaución.
¿Cómo imitar a Cristo?
Para ser moderado y discreto en el hablar, a ejemplo de Cristo, se requiere algunas perfecciones humanas: un equilibrio psicológico y un dominio
externo de las reacciones temperamentales. Pero cuando hablamos de una
persona discreta, no nos referimos a aquella que es capaz de uno u
varios actos aislados de discreción o moderación. Se trata de un estado habitual de comportamiento.
Ser discreto significa tener un sentido especial, algo así como una
segunda naturaleza, que sabe descubrir en todas las situaciones de la
vida el punto exacto, la palabra justa, la apreciación adecuada. Estamos
hablando de la virtud o de un conjunto de virtudes que vivifican,
iluminan e inspiran el correcto y justo modo de hablar.
La virtud de la fe
En
primer lugar está la virtud de la fe, que eleva el valor natural del
bien hablar a un nivel sobrenatural. Contemplar a Jesucristo discreto en
sus expresiones y en el uso de la lengua, tiene que ser para nosotros
el móvil que arrebata, el ideal que engrandece, la suprema expresión del
hombre y la mujer perfecta, que imita a Cristo también en su modo de
hablar.
Por otra parte, el espíritu
de fe nos hace ver a Jesucristo más cercano que nunca, encarnado una y
mil veces, hoy y siempre en cada uno de los que se cruzan en nuestra
vida. El espíritu sobrenatural regula nuestros sentimientos más
profundos, nuestro comportamiento constructivo, nuestras expresiones
suavizadas por el bálsamo de la discreción y de la caridad. Por
amor a Cristo y para amar a Cristo en los demás somos prudentes y
delicados, discretos. Por su amor somos amables, sonreímos a todos y a
nadie juzgamos ni discutimos nunca con los demás.
La fe nos ha conducido a la caridad. Dialogar es dar y recibir. Para dar se requiere caridad, para recibir se requiere humildad.
La virtud de la caridad
Conversar
consiste en salir de nosotros mismos para darnos, para hacernos
comprender, para expresar cordialmente a los demás nuestro respeto, nuestra admiración y sobre todo el deseo de una colaboración mutua. La caridad debe ser el distintivo de nuestras palabras. El verdadero espíritu de caridad exige la delicadeza
en el lenguaje, en el trato, y sobre todo en la unión de voluntades y
criterios. “Es una labor que a la larga redunda también en beneficio
propio, pues con la violencia se rompe, con la dulzura se atrae”.
La virtud de la humildad
Conversar no es solamente dar, es también recibir.
Y recibir es saber escuchar con la conciencia de que todos carecemos de
algo que los demás pueden tener, de que todos son superiores en algún
punto: una riqueza espiritual, una experiencia que puede iluminar, una
palabra que puede alentar… Saber escuchar porque de todos puede
aprenderse algo. Es física y psicológicamente imposible practicar el
arte de la discreción sin haber practicado primero el arte de un corazón
humilde y bueno, del que brotan nuestras palabras
Además de la fe, la caridad y la humildad, necesarias para toda vida espiritual, hay una cuarta virtud que de modo especial es necesaria para el buen hablar. Me refiero a la sinceridad.
La virtud de la sinceridad
La sinceridad y la autenticidad
en la vida y en las palabras es condición para vivir como personas
virtuosas. Sinceridad significa transparencia y rectitud, hablar
conforme a la realidad de las cosas. La verdad se manifiesta en el
sonido de las palabras.
Conclusión
El lenguaje es el índice de la mente y el compendio de un alma. No hay acción que más revele a una persona como sus palabras. Son la pantalla de su interior, los intérpretes fieles de las íntimas resonancias, y muchas veces los indiscretos testigos de sentimientos que quisiéramos dejar ocultos en el sagrario del alma.
Pero
además, como hombres y mujeres de Dios, todas y cada una de nuestras
palabras tienen un contenido concreto, que no es nuestro, que pertenece a
Aquél que nos ha llamado y nos ha enviado. Y en consecuencia debemos
custodiarlo y transmitirlo en la verdad, tal como lo hemos recibido.
A
imagen de Cristo, seremos santos en la medida en que testimoniemos la
verdad encarnada en las palabras, iluminada por la fe, basada en la
humildad y expresada en al caridad.
En eso consiste el arte de hablar, del que todo apóstol debe ser un experto artista.
Fuente: http://www.la-oracion.com
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