domingo, 21 de noviembre de 2010

Carta de un padre a su hijo abortado

Al empezar a escribir estas líneas me asaltan las lágrimas, y también la alegría de hablar contigo. Por fin. Hace doce años.¿Recuerdas?. Yo he estado intentando olvidar, intentando apartarte de mí, de mi vida. Sin saber que, para ello, tenía que adormecer, que anestesiar, que mataren definitivamente, una parte de mí. La parte más bonita de un ser humano: la parte de nosotros que ama, que se emociona, que se ríe, que se alegra, que ve el futuro con esperanza y optimismo. Esa parte de mí quedó cubierta por una especie de nube negra el día que me faltaste y decidí que “mejor no hablar de ello y tirar para adelante”.

¿Sabes que nunca había imaginado que se podía ser tan feliz como cuando tu madre me dijo que estaba embarazada de ti?. Y eso que también sentí mucho miedo. Tu madre y yo éramos estudiantes universitarios, y apenas nos conocíamos. Pero cuando ella me dijo que estabas creciendo dentro de su vientre, sentí que, por primera vez en mi vida, había hecho algo realmente importante: engendrarte. Por primera vez en mi vida, conocí la maravillosa sensación de querer a alguien más que a uno mismo. Porque gracias a ti entendí, en el momento que tu madre me dijo que estaba embarazada, para qué venimos a este mundo: para Amar.

Querido hijo: Todo fue demasiado rápido y demasiado confuso. Tu madre decía que no podía “tenerte” (¡si ya te tenía!) porque no quería decepcionar a sus padres. Fíjate en qué mundo tan raro vive tu padre: han lavado el cerebro a la gente para sentirse mal y sentirse culpable ante un embarazo, ante un hijo, ante la mayor alegría de su vida. Tu madre estaba preocupada por haberse quedado embarazada; yo estaba preocupado ante la posibilidad de que dejase de estarlo y tú ya no estuvieras. Ya conoces la cantidad de excusas y mentiras que han enseñado a muchas mujeres (y hombres) a decir cuando hay un embarazo: que si te “arruina la vida”, que si “no es el momento”, que si “ya tendrás tiempo más adelante” (como si pudiéramos haber hecho una fotocopia tuya)...

Querido hijo: Todo eso es mentira. Tú no arruinaste mi vida. Me diste la razón para vivir. Cuando me enteré de que existías, me sentí capaz de todo por ti. Capaz de cualquier cosa, de cualquier sacrificio para darte todo lo que necesitases. Hubiera sido feliz de poder dejar mi cómoda vida de estudiante desocupado para poder alimentarte y acunarte por las noches.

Aún recuerdo, ahora con rabia por no darme cuenta entonces, el desencanto que sentí cuando incluso el psicólogo que me trataba por una mala racha que llevaba, hablaba de tu existencia como una simple “opción”, y me recomendaba que no pidiese a tu madre que se apiadase de ti, sino que simplemente callase y“estuviese a su lado”. ¡Cuánta frialdad, hijo mío! ¡Cuánta frase estereotipada para lavarse las manos y parecer “modernos”! Que no intercediese por ti ante tu madre... Ante el mismísimo diablo lo hubiera hecho si hubiera podido y hubiera hecho falta, para salvarte. Tu alma por la mía. Tu vida por la mía. ¡Cómo permanecer impasible mientras se hablaba de matar al hijo de mis entrañas!


A nadie le hace gracia un embarazo no planeado. Pero yo tuve la inmensa fortuna de haber sido criado aprendiendo la importancia de querer a los hijos por encima de todo: por encima del miedo, de los imprevistos, de las incomodidades, de las penurias incluso. No sé cómo explicártelo porque es muy difícil, pero tus abuelos consiguieron, sin decírmelo nunca con palabras, que supiese y entendiese que nada tiene sentido ni valor sin la familia y sin los hijos. Ninguna carrera ni doctorado en ciernes. Ningún futuro económico o profesional puede sustituir a un hijo, por brillante que sea.

Querido hijo: Tu madre no tuvo esa suerte. Ella se crió en otro tipo de hogar. En un hogar donde las apariencias, el fingir éxito y el ajustarse a unos planes (en los que tú no estabas incluido) era más importante que los hijos y la familia. Sabes que le imploré por ti. Incluso le pedí que, si la idea de saber que estabas con alguna persona conocida que no fuera ella misma (conmigo o con tus abuelos) le resultaba difícil de aceptar, que te dejase vivir para darte en adopción. Tampoco me importaba saber que no te vería nunca si así conseguía que vivieses.

Yo, que no quería saber nada de Dios porque me parecía una especie de aguafiestas que se dedicaba a prohibir todo lo que me gustaba, me pasaba el día rezando en silencio, pidiendo un milagro. Pidiendo que lo que tu madre decía que pensaba hacer (que “tenía” que hacer, decía ella para intentar justificar lo injustificable) no fuese más que un mal sueño y que dentro de algunos meses pudiera tenerte en mis brazos, besarte, oler tu piel, verte llorar o mirarlo todo con la cara de curiosidad que ponen siempre los recién llegados.

Querido hijo: Dicen los Evangelios que “todo es posible para el que cree”. Perdóname si no tuve la suficiente Fe para que Dios pudiese obrar el milagro. Tu madre, finalmente, tomó un autobús para marchar a otra ciudad. Me pidió que no la acompañase. Y yo no lo hice porque se puso como una fiera. No dejo de pensar si quizás intercediendo por tu vida hasta el último momento hubiese conseguido algo. Creo que yo también me dejé influenciar por la jerga engañosa y políticamente correcta de que tu vida y tu muerte eran “una decisión que había que respetar” y, al final, decidí no ponerle “las cosas” más difíciles a tu madre. Ahora creo que mi obligación como padre era ir hasta las mismísimas puertas del infierno y, si era necesario, cortar las tres cabezas del mismísimo Cerbero para intentar defenderte, y molestar a quien hubiera hecho falta (incluso a tu madre) si con ello había una mínima oportunidad de que vivieras.

Perdóname si no lo hice. Tu madre y yo dejamos de vernos poco tiempo después. Ya nada fue lo mismo. ¿Cómo iba a serlo? Tu madre y yo nos dedicamos a fingir que no había pasado nada (¿acaso no actuaba así todo el mundo? ¿acaso no es lo que finge toda la gente que hace lo que te hicieron a ti?). Y toda esa parte tan maravillosa de mí que ni siquiera sabía que existía hasta que tú apareciste, se fue adormeciendo. Incluso tuve que adormecer otras partes de mí para intentar autoconvencerme de que no había ocurrido nada realmente importante (así actuaba tu madre y yo creí que era la mejor forma de afrontarlo).

Pocos meses después, cuando tu madre y yo hacía tiempo que no nos veíamos, me encontré con ella por los pasillos de la facultad. Por fuera de su pullover asomaban sus muñecas vendadas. Y me contó que se había intentado suicidar otra vez. Que había estado ingresada en el hospital de nuevo. Y, aunque no me lo dijo (y no me atreví a preguntarlo) intuí que otros hermanos tuyos habían corrido, anteriormente, tu misma suerte. Dos años más tarde, me atreví a contarle la historia de tu madre a una conocida que se había hecho psiquiatra. Y me lo confirmó, pero sin querer decir mucho más: que muchísimas mujeres se arrepentían de abortar. Que la mayoría sufren lo indecible. Y que la mayoría lo hacen en silencio porque no se atreven a confesar que se sienten fatal por haber hecho algo que nos presentan como si fuera lo más moderno y lo más sofisticado que existe y que, sin embargo, no es sino la equivocación más grande que puedes cometer en la vida: matar a nuestros hijos. Como si matar a tu hijo te convirtiese en algo parecido a las pioneras de la minifalda en los años 60.

Querido hijo: Pasaron los años. Tu padre siguió adelante con sus estudios y su trabajo. Y, sin darse cuenta, se convirtió en un cínico egoísta que no confiaba en nada ni en nadie. En una especie de sombra de sí mismo que no entendía el vacío que se había apoderado de él, y que buscaba la felicidad que nos negaron en fiestas y, sobre todo, en otras mujeres. Ahora me parece que algo dentro de mí me impulsaba a buscar otra mujer a quien dejar embarazada, pero yo pensaba que, simplemente, yo lo que quería era “olvidar mis complejos y el pasado” y “disfrutar de la vida”. El resultado fue que varias de las mujeres con las que estuve recurrieron a una píldora para que, si alguno de tus hermanos aparecía por allí, acabase yéndose por el retrete.

Querido hijo: Cómo nos manejan... Cómo nos engañan... Cómo nos toman el pelo... Han conseguido convertirnos en una especie de ejército de zombies avergonzados de haber acabado con la vida de uno o varios de sus hijos (yo no sé ni siquiera cuántos...). Y la vergüenza lleva al silencio. Y el silencio perpetúa el drama. Somos como los protagonistas del cuento del emperador que iba desnudo por la calle mientras la gente elogiaba su traje, porque nadie se atrevía a decir la verdad (porque si la tele no la cuenta, dudamos de si será verdad o no, de si no seremos los únicos que nos damos cuenta de lo que es obvio para todos, y nos da miedo ser los primeros que gritan que el emperador va desnudo).

Querido hijo: Al cabo del tiempo, tu padre conoció a una mujer maravillosa, con la que se ha casado. Al año y medio de casarnos, nació tu hermano. El primero de mis hijos que he podido estrechar en mis brazos. Cuando me lo entregaron por primera vez para que lo tuviera y lo pudiese ver, me puse a llorar delante de todos. Y su madre y yo nos acabamos de enterar de que vamos a ser padres de nuevo.

Querido hijo: No sé por qué, pero hace algunas semanas me metí en un foro de internet donde escriben personas (sobre todo mujeres) con experiencias parecidas a las de tu padre. Yo leía sus historias y pensaba que, afortunadamente, a mí no me pasaba lo mismo porque yo había hecho todo lo posible por salvarte. ¡Qué equivocado estaba...! De pronto caí en la cuenta de que no pude sentir con tu hermano la misma alegría que sentí contigo cuando tu madre me contó que estaba embarazada de tí. Ni con este otro que viene ahora de camino (bueno, ya está aquí). Y me pregunté por qué. Y me dí cuenta que tuve que enterrar parte de mi alma bajo toneladas de cinismo para creer que tu prematura marcha no me había afectado (porque se supone que no te puede afectar algo que “todo el mundo hace”). Y recordé que, antes de tu pérdida, yo era un comodón holgazán, pero veía la vida con optimismo y con alegría. Y que, desde que tú no estabas, vivía con una especie de nube negra a cuestas que no me dejaba disfrutar de las cosas y a la que me había acostumbrado como si fuera parte del paisaje.

Querido hijo: En el foro donde leo las experiencias de estas personas que echan tanto de menos a sus hijos y que han abierto los ojos, leí cómo algunas personas fingen que no les afecta porque nunca hablan de ello, aunque sí se les nota porque su personalidad cambia y se vuelven más egoístas, más insensibles , más sarcásticas y más desencantadas con todo (como le pasó a tu padre). Y que algunas, al cabo de muchos años, por fin son capaces de hablar de ello. Y se dan cuenta del por qué de ese sufrimiento interior sin nombre. Y lo confiesan. Y me di cuenta de que era uno de ellos.

Querido hijo: Tú no eres un recuerdo lejano. Eres mi hijo. Mi hijo, el que murió hace doce años y al que siempre he tratado como si nunca hubiera existido. Perdóname. Tu abuela dice siempre que no hay mayor pena que perder a un hijo. Y, a veces me he preguntado por qué a mì no me pasaba. Y es que la pantalla que puse sin darme cuenta entre tú y yo para escapar de mi sufrimiento me impedía sentirte como te sentí entonces: como mi hijo. Como una persona que, para mí, era más importante que yo mismo.

Querido hijo: Desde que he empezado a hablar contigo, y a tratarte otra vez como mi hijo, veo a tus hermanos de forma diferente. Y veo el embarazo de tu hermano pequeño de otra forma. Ya no lo veo como si le estuviera pasando a otro. A medida que sale el dolor de tu pérdida, asoma también la luz de la alegría por tus hermanos. Y por ti. Y ya no me siento avergonzado, sino orgulloso. Orgulloso por no haber hecho caso a los que me pedían que no “le pusiese las cosas más difíciles” a tu madre, y haber implorado por tu vida al punto de ponerme de rodillas delante de ella en un parque, a plena luz del día.

Querido hijo: Tengo un libro que se llama “La Biblia”. Y he leído en algún sitio que Dios os quiere tanto (nos quiere tanto a todos) que, incluso aunque una madre no se compadezca del hijo de sus entrañas, Él nunca se olvida de nosotros. Imagino que tú lo sabrás mejor que yo, que lo tienes más cerca. Pídele en nuestro nombre que ponga en nuestras mentes las ideas, en nuestros corazones el valor y en nuestras bocas las palabras necesarias para abrirles los ojos a los que, por comodidad o por ignorancia, los tienen todavía cerrados. Y a recordarles, aunque no les guste al principio, que sí estuviste aquí con nosotros, aunque fuese por poco tiempo. Porque te querré siempre. Porque siempre nos hemos querido, aunque te haya negado a veces, como hizo Pedro con Jesús.



Querido hijo: Ahora estás con El que te creó a Su imagen y semejanza. Con el que formó tus entrañas; con El que te hizo en el vientre de tu madre; con El que te hizo en secreto, El que te entretejió en lo más profundo de la tierra. El que vio tu sustancia y que ya tenía diseñadas todas tus partes incluso antes de que se formasen.

Querido hijo: ¿Sabes lo que dice también este libro de vosotrosustedes? Que son un regalo de Dios. Que son Su recompensa, (y no su castigo, como dice algún político muy conocido que ha ganado unas elecciones hace poco). Que son como saetas en manos de un guerrero valiente. Y que el hombre que llena de estas saetas su aljaba, nunca será avergonzado por sus enemigos. ¡Qué vacía quedó mi aljaba sin ti! ¡Y cómo me avergonzaba por ello! También dice que no cae un pajarillo de un árbol siquiera sin que Dios lo sepa. Y le pregunto por qué permite que caigan ustedes. Y me responde que ustedes han dado su vida para que otros abramos los ojos y se los abramos a los demás. Y que tenemos la obligación de hacer que sus muertes no sea en vano, sino que se salven cien vidas por cada uno de ustedes, o más si hace falta.

Querida saeta: Este 28 de Diciembre te recordaré como te mereces. Como un hijo que aunque vivió muy poco a nuestro lado, fue amado, querido y deseado tanto como cualquier otro. Como un hijo que mereció que se luchase por él. Como un hijo al que se le echa de menos cada día (tu madre también, y tú lo sabes). Como un hijo del que me siento orgulloso y que será conocido y querido por sus hermanos, y por el resto de su familia.

Querido hijo: El Señor te nos dio. Y El Señor se te llevó. Bendito sea por siempre Su nombre. Un beso muy fuerte. Tu padre.



Nota: Este testimonio verdadero fue recibido por la organización “No Más Silencio” en España y se publica con la autorización de la presidenta, Pilar Gutiérrez.

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