Desde hace unos años soy director de comunicación de una institución de la Iglesia en Cataluña, como es la Prelatura del Opus Dei.
Informo sobre esta institución y también sobre el mensaje del
Evangelio, poniendo el acento particular que es propio de tal
institución: la búsqueda de Dios en la vida ordinaria ya través del
trabajo profesional corriente, procurando llevar una vida de servicio a
los demás y de mejora de la sociedad por amor a Dios.
En la práctica, mi trabajo no difiere mucho del que puedan tener
muchos otros gabinetes de comunicación de otras instituciones de
cualquier naturaleza: atención de las peticiones que puedan hacer los
periodistas, sea sobre una noticia que ha aparecido, sea porque quieren
hacer un reportaje, o porque necesitan una persona para un debate,
comunicación a través de la página web, folletos, etc.
En mi personal experiencia a la hora de hacer este trabajo me
encuentro a menudo ante algunas encrucijadas, que podemos llamar
dilemas, opciones o alternativas. Intentaré resumirlas en cinco:
1. Alegría vs Alergia
El mensaje cristiano es la buena noticia, una alegría. Me hace feliz,
el Evangelio, y uno tiende –de modo natural, a transmitir las cosas que
le alegran. Es como quien se ha sacado el carnet de conducir y quiere
que todo el mundo lo sepa.
El problema surge cuando el mensaje que a mí me alegra quizás en
otras personas -en personas que provienen de los medios, hablamos ahora-
me da la impresión que les provoca alergia. Digo alergia en el sentido
no que les provoque urticaria instantánea, sino en el sentido que les
incomoda, o bien que aquello que a mí me tranquiliza a ellas les parece
preocupante. Por ejemplo, puede alegrarme de que los niños reciban
educación católica, mientras que en la persona que tengo delante este
hecho le produce un desasosiego irresistible. Se puede decir esto mismo
de algún aspecto del mensaje de la Iglesia, o de alguna realidad de la
misma institución. Y también puede darse en sentido contrario: que vean
abiertamente beneficioso lo que yo tengo conceptuado como muy
perjudicial.
¿Cómo se puede resolver, esta diferencia?
Un enfoque posible es plantearlo en términos de guerra, de vencedores
y de vencidos. Sería decir “El mensaje que tengo es el bueno y el otro
que me escuche”. Me parece que esto no va a ninguna parte, pero no tengo
ninguna experiencia en este sentido. La comunicación, en todo caso,
acaba rápido: la otra persona sale con urticaria por todas partes.
Un segundo enfoque que pienso que es también erróneo es el de
plantear en términos de paz por encima de todo y en toda circunstancia.
Sería decir “más vale que me calle todo aquello que pueda provocarle
alergia, no sea que se enfade”. Esta paz, a mi entender, es más similar a
la paz del cementerio que a una paz verdadera, porque a la larga uno
acaba renunciando a mostrarse tal como es. Si escondo mi alegría, ¿qué
me queda por comunicar?
Una experiencia buena es dejar de ver el periodista o informador en
frente de uno mismo, y ponerse, en cambio, de lado para fijarse hacia
dónde está mirando, cuál es su objetivo.
Averiguar cuál es el objetivo que la otra persona busca para
comunicar puede ayudar a salvar la diferencia entre alegrías y alergias.
Porque, una vez sabemos el objetivo, muy a menudo se descubre con
sorpresa que es un objetivo compartido. La clave es encontrar un punto en común.
Y compartir el objetivo de la comunicación, en el mundo de los
medios, no es tan complicado. Si quien tenemos delante es buen
periodista, buscará la verdad. Si es así, yo también estoy a favor de la
verdad. Lo mismo podemos decir de otros objetivos, como la justicia, o
la paz.
Junto con el punto en común, hay que encontrar también un lenguaje común,
no sólo en cuanto a los conceptos, sino también a las formas. Los
medios tienen su lógica: las cosas las necesitan, como quien dice, para
anteayer, una radio necesitará unas declaraciones en audio y si hace
video unas buenas imágenes y buenas localizaciones. También hay que
pensar en facilitar la comprensión de los conceptos de origen religioso,
que en ocasiones no han oído nunca mencionar.
Una vez encontrado este terreno de juego común, con objetivo y lenguaje compartidos, podemos pasar a otros dilemas.
2. Autenticidad vs Apariencia
En el mensaje del Evangelio hay cosas que a los ojos de algunas
personas pueden ser incomprensibles, escandalosas o provocativas. La
tentación es hacer cirugía estética: modificar el mensaje para hacerlo
al gusto del oyente. Cuidar por encima de todo una apariencia aceptable.
Soy partidario de no tener complejos: es mucho mejor intentar dar
buenas explicaciones a las cosas, más que pasar de puntillas sobre las
más impopulares porque ni nosotros estamos convencidos. Esto implica un
esfuerzo de estudio. Los medios están, sin embargo, muy al alcance, como
puede ser Catecismo de la Iglesia (o su compendio), el Compendio de Doctrina Social o las catequesis de Benedicto XVI.
Pero estar convencidos no significa ser arrogantes, significa ser
auténticos. Hay que dar prioridad a la autenticidad por encima de la
apariencia. O lo que es lo mismo: a la identidad por encima de la
popularidad.
Cuando la comunicación es auténtica, quizá en un primer momento
pueden decir “vaya, te estás pasando un poco” pero a la larga es muy
apreciado, porque nos hemos mostrado tal como somos.
A la hora de hacer este esfuerzo de autenticidad, hay que encontrar el equilibrio entre otras dos parejas de conceptos:
3. Iluminación vs Calentamiento
Hay que procurar arrojar luz sobre las cuestiones, más que calentar
el ambiente o hacer enfadar a las personas. En comunicación las formas
son parte del fondo: se han de decir las cosas, bien dichas, de buenas
maneras, con respeto hacia las personas. Esto implica una capacidad de
escucha del otro, y de saber recoger de su opinión aquellas cosas que
llevan razón. Ya hay comunicadores católicos que lo han convertido en principio inspirador
.
Un ejemplo de arrojar luz en lugar de calentar fue la intervención de
Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Familia de Valencia, cuando
se centró en dar la visión positiva que la Iglesia tiene de la familia cristiana, en lugar de arremeter contra aquellas legislaciones que van en su contra.
4. Transparencia vs Publicidad
Se nos pide mucha transparencia, y eso es bueno. Pero la
transparencia se debe equilibrar con el hecho de que Jesús nos pedía que
tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. Es decir, que tampoco
se pueden aplicar las técnicas del marketing o la publicidad para
explicar la labor buena que hace la Iglesia. Es un hecho que en
cuestiones de ideas o creencias las campañas de marketing no siempre se
entienden bien. Muy a menudo levantan sospechas de arrogancia o de
voluntad de ganar adeptos. La Iglesia hace mucho por los demás, pero
hace muy poco para que esto se sepa, y esto tiene su lógica.
Por otra parte, algo hay que decir, porque si no parece que uno se
esconde. Quizás el equilibrio entre ser transparente y no parecer que se
hace publicidad se obtiene evitando el lenguaje autorreferencial e
intentando comunicar las necesidades que vemos. Hay que centrar la
comunicación no en la Iglesia que hace cosas para personas que tienen problemas, sino en las personas a las que la Iglesia sirve y en los problemas que intenta resolver.
Y, por supuesto, en la persona de Jesucristo, también como Aquel en el
que estas personas y estos problemas pueden encontrar respuesta.
La mejor comunicación del mensaje es aquella que se encarna en
personas, y en historias. Decía Benedicto XVI, hace muchos años (creo
que antes de ser Papa), que la Iglesia vive en la alegría que sienten
los cristianos por el hecho de serlo. La alegría de una vida impregnada
de Evangelio comunica mejor que cualquier técnica de comunicación.
5. Relación vs Resultado
Comunicar implica una relación personal con otros. En mi caso, con
periodistas que me piden cosas y con personas que pido que me ayuden a
atender a estos periodistas. Estoy muy agradecido a ambos lados. Son
experiencias muy enriquecedoras, donde se aprende mucho.
Por eso, ahora que estamos en binomios, el más importante de los
cinco es aquel de poner la relación siempre por delante del resultado.
Es decir, a veces un periodista se equivoca, mete la pata, dice
falsedades, etc. Si uno se deja llevar por la primera reacción, quizás
le regaña. El resultado puede llegar a ser aparentemente bueno: esa
persona es obligada a enmendarse y la próxima vez vigilará. Pero la
relación se ha deteriorado mucho: esa persona se habrá sentido herida.
En cambio, si lo que se procura es mantener una relación cordial, con
franqueza, pero también humana, estaremos transmitiendo el Evangelio
más por la forma en que lo tratamos que con las palabras que podamos
decir, aunque por el camino tengamos que dejar pasar algunas. Pienso
que, por otra parte, eso es lo que a todos nos gustaría que nos
hiciéramos, aparte de que es lo que a la larga quizás dé mejor
resultado.
Todo lo que acabo de explicar, eso de comunicar la alegría sin
provocar alergias, siendo auténtico y arrojando luz, siendo transparente
y priorizando las relaciones, no es cosa de un día. Es un oficio, y hay
que ir aprendiendo. Cuando las cosas salen bien, como decía cierto
experto, hay que mirar por la ventana, y dar gracias a otros por la
eficacia, si sale mal, mirarse al espejo y ver qué puedo mejorar yo
mismo. Reconocimiento propios errores. Reconocimiento de los aciertos de
los demás.
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