sábado, 13 de octubre de 2012

El Año de la Fe, los cristianos y la Familia

Reproducimos la Homilía del Arzobispo de San Juan, Monseñor Alfonso Delgado, leída en la Misa de Apertura del Año de la Fe, el pasado jueves 11 de octubre de 2012.



El Año de la Fe, los cristianos y la familia
1. Hace exactamente un año el Santo Padre Benedicto XVI convocaba a los hijos de la Iglesia a vivir y a celebrar un Año de la Fe. El anuncio tuvo la anticipación suficiente como para prepararnos y profundizar en el precioso don de Dios de la fe cristiana, vivida en la gran familia de Jesús, la Santa Iglesia. Este don divino nos pide, a su vez, una respuesta viva, entusiasta, libre y coherente, plena de amor sincero, que llamamos “la respuesta de la fe”. 


La Carta Apostólica del Papa para este Año de gracia y misericordia lleva como título  “La Puerta de la Fe”. Recuerda a los apóstoles Pablo y Bernabé al regresar de un largo viaje evangelizador y relatar a la comunidad cristiana de Antioquía cómo Dios había “abierto a los paganos la puerta de la fe” (Cf. Hech 14,27). 

La fe nos lleva a la amistad con Dios. Es una puerta siempre abierta. Se cruza su umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia en el corazón y nos dejamos plasmar por la gracia que nos transforma en discípulos de Jesús. Significa emprender un camino para toda la vida. Comienza con el Bautismo, con el que podemos tratar a Dios como “Padre”, y concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, para participar en la gloria y en el gran amor divino a cuantos creen en Jesucristo (Cf. Porta Fidei 1).

El Sucesor de Pedro nos alienta a redescubrir el camino de la fe y llenar de alegría el encuentro personal con Cristo (Cf. Porta Fidei 2). En el Himno del Año de la Fe nos unimos a la petición de los apóstoles hacia Jesús: Audage nobis fidem! Señor, ¡auméntanos la fe! (Lc 17, 5). Ayúdanos a ver la vida con tus ojos, a querer a con tu mismo corazón, a hacer realidad en el mundo las riquezas del Evangelio.

La fe es don de Dios que echa raíces en el alma y procura dar frutos de vida en otros corazones y en otros ambientes. Así es la vida del cristiano y la misión de la Iglesia a través de los tiempos. Jesús nos recuerda que somos “sal de la tierra” (Mt 5,13), que da sabor cristiano a este mundo nuestro; que somos “luz del mundo” (Mt 5, 14), que ilumina el camino hacia Dios y hacia la felicidad. Y con un entusiasmo contagioso también Jesús nos desafía: “Brille vuestra luz ante los hombres de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16).

Con alegría puedo decir que en la Iglesia en San Juan se ha escuchado la voz del Papa convocándonos al Año de la Fe. He encontrado corazones dispuestos, un clima de oración, de estudio y profundización en los contenidos de la fe, para comenzar con entusiasmo este tiempo de gracia. Como obispo quisiera agradecer y felicitar a mis hermanos sacerdotes y diáconos, a las diversas parroquias y comunidades cristianas, al seminario, a las comunidades religiosas, a todo el Pueblo santo de Dios y a las diversas instituciones y movimientos apostólicos, los pasos que han dado para esta invitación del Señor a través del Papa. 

2. ¿Por qué un Año de la Fe? Hoy se cumplen 50 años del inicio de un hito importante en la historia de la Iglesia de nuestro tiempo: el Concilio Vaticano II. Sus frutos y sus cualificados aportes doctrinales son normativos para la Iglesia Católica en su camino de renovación en santidad y en espíritu evangelizador. Desconocer esa riqueza sería como colocarse “fuera de la Iglesia”. Asimilar esta riqueza es el camino por delante. También conmemoramos 20 años de un fruto fecundo del Concilio: la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, valorado por quienes quieren profundizar en su fe y conocer más al Dios del amor y la verdad, y como instrumento imprescindible para una buena catequesis. Hoy también comienza en Roma el Sínodo de Obispos para profundizar en la nueva evangelización que necesita el mundo y la Iglesia tiene la misión de brindar.

Pero hay un motivo más profundo. Si abrimos bien los ojos, veremos cuánta necesidad de Dios hay este mundo nuestro, cuánta necesidad del Dios que puede saciar los anhelos más profundos del corazón humano y sus ansias de bien, de verdad, de justicia y de eternidad. Los variados ídolos falsos sólo pueden generar entusiasmos fugaces, para paso al escepticismo y a la frustración. Muchos corazones y ambientes muy variados no conocen aún al verdadero Dios, sino sólo una falsa caricatura suya. Quizá también lo vean así, con honestidad pero equivocados, algunos que se consideran formalmente cristianos, pero no conocen al verdadero Jesucristo que dio la vida por nosotros y resucitó glorioso porque es Dios. ¡Cuánta fe y cuánta tarea evangelizadora se apoya sobre los hombres de los hijos e hijas de Dios!

El mundo es bueno, porque salió de las manos de Dios. Pero nuestros pecados, mentiras e injusticias lo ensucian y enrarecen. A los falsos valores culturales de moda les molesta hasta la simple mención de Dios, que ha sido, es y será siempre “fuente de toda razón y justicia”. La negación de Dios termina acorralando la libertad, aumentando las injusticias y degradando la dignidad humana. 

Por eso, hermanos míos, es necesario aderezar con nuevo entusiasmo la luz de la fe, que nos muestra la belleza y la inmensidad del Dios del amor. Hemos recibido gratuitamente ese  don, sin mérito alguno, y tenemos la bendita obligación de darlo a conocer, sin distinciones ni clasificaciones. Así lo recordaba Benedicto XVI a millones de jóvenes en la última Jornada Mundial de la Juventud, animándoles a dar testimonio de la fe en los ambientes más diversos, incluso cuando hay rechazo o indiferencia: “No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. No se guarden a Cristo para ustedes mismos. Comuniquen a los demás la alegría de la fe. El mundo necesita ese testimonio, el mundo necesita a Dios”[1].

Las palabras de Jesús a sus discípulos nos impulsan a ser testigos coherentes del amor de Cristo: “para que el mundo crea y conozca que Tú –Padre mío–  me has enviado; para que el mundo conozca que Tú también los has amado a ellos, como me amaste a mí” (Cf. Jn 17, 21.23).
               
3. Quisiera alentar a ustedes a adentrarse en las enseñanzas del Papa en la Carta Porta Fidei. Es breve, sencilla y comprometedora. Nos ayudará a fijar la mirada en Jesucristo y a contagiar la fe; a valorar más la Palabra de Dios; a avanzar en una sincera conversión en la verdad; a saborear el Credo como expresión viva de nuestra fe. También nos permitirá valorar mejor la historia de nuestra fe y la sencilla historia de la propia fe personal. Asimismo, nos ayudará a comprender la profunda armonía que existe entre la verdadera ciencia y la correcta reflexión de la fe, pues ambas –fe divina y ciencia humana- tienen una única fuente que es Dios, que se expresa en las cosas creadas y en su revelación divina. Les recomiendo también redescubrir el Catecismo de la Iglesia y la valiosa riqueza del Concilio Vaticano II. 

En esa carta, el Papa nos transmite la pregunta del apóstol Santiago sobre las obras de la fe: “¿De qué sirve decir que uno tiene fe, si no tiene obras?” Y responde: “Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe” (Cf. Sgo 2,18, Porta Fidei 14).

La fe es un acto de libertad que lleva a exclamar con convicción: Creo, creemos. Luego profundizamos en ella a través de la Sagrada Escritura y su expresión en el Magisterio y en el Catecismo de la Iglesia. Y como consecuencia inmediata, surge el entusiasmo de vivir la fe y vivir de fe, en la vida diaria, en todas nuestras obras, en el amor en la familia, en el trabajo y el descanso, en la alegría y el dolor, en el deseo de que muchos otros conozcan y amen a Jesucristo. ¡Cuántas “obras de fe” se espera de nosotros, por ejemplo, en las responsabilidades ciudadanas, en la solidaridad con hermanos con tantas necesidades materiales o espirituales…!

Hay también otras obras de la fe más interiores y silenciosas, que es necesario acometer personalmente con decisión y valentía: una mayor fidelidad a Dios y a nuestra misión; una oración más constante, una caridad más solidaria, un corazón más puro y limpio, un amor más fuerte, un mayor compromiso con la verdad y la justicia, una honestidad más exigente, y la valentía para no esclavizarnos por lo que se denomina “políticamente correcto”, en detrimento de la verdad. Y podrían continuar…

Que podamos decir, cada uno de nosotros, y toda nuestra Iglesia: por mis obras, por nuestras obras llenas de verdad podemos expresar el tesoro de la fe, con sinceridad, verdad y caridad.

4. Habitualmente recibimos la fe cristiana a través de quienes más nos quieren. Los caminos de Dios pueden ser muy variados, pero casi siempre es la familia quien, junto con la vida, transmite el amor y la fe. ¡Qué bendición de Dios es para los hijos y los nietos la fe en Jesucristo aprendida y vivida en el hogar! Así lo hacía el antiguo pueblo judío, como lo recuerda el texto bíblico (Dt 6, 4-13), y así lo hace el pueblo cristiano.

La fe compartida en familia de padres a hijos y nietos, entre hermanos y familiares, es como abrir el hogar a la bendición de Dios. Una breve y sencilla oración en familia, ¡cuánto acerca los corazones y ayuda a la fidelidad y al amor, y nos más padres, más hijos, más hermanos,… más familia, más pequeña Iglesia hogareña y más Iglesia de Dios: una, santa, católica y apostólica! 

La fe en la familia ayuda a comprender mejor el maravilloso rol del padre y de la madre en la formación y educación de los hijos, ayudados –pero no reemplazados– por las instituciones de enseñanza. Porque la fe cristiana es la mejor herencia para los hijos y nietos, para hermanos y amigos. Una herencia que no la atacan los ladrones ni la polilla,… ni la inflación. Además, lo que se siembra en el corazón de los hijos en nombre de Dios, tarde o temprano da su fruto. El Año de la Fe debe ayudar a muchas familias a comprender la importancia de transmitir la riqueza de la fe en el hogar y compartirlo con otras familias.

5. Muchas otras riquezas podríamos ir desgranando sobre el Año de la Fe, y así lo iremos haciendo todos. Tenemos por delante un año singular compuesto de 13 meses, que suman un total de 403 días. Culminará el 24 de Noviembre de 2013, día de Jesucristo Rey del Universo. Quizá ese día nos encontremos en Caucete, pues es la fecha de su multitudinaria fiesta patronal. 

Aprovechemos bien este Año, sin distraernos. Cada semana, cada jornada, cada momento, puede ser importante para el encuentro vivo con Jesucristo, ya sea  en la oración personal o familiar, en la celebración eucarística y en la adoración a Jesús en el sagrario, en querernos más, en conocer mejor los contenidos de la fe y, sobre todo, en avanzar en nuestra vida para que refleje mejor la vida de Cristo.

Jesús nos invita a la conversión y a creer en el Evangelio (Cf. Mc 1, 15). Para un cristiano, la conversión es algo muy bueno, es cambiar y crecer hacia algo mejor, más generoso, más solidario, más fecundo; en definitiva, en algo más humano y más de Dios.

Oremos por el Santo Padre, el Papa Benedicto, que siga iluminando con la luz de Dios a este mundo nuestro, del que formamos parte y somos protagonistas. Que podamos ser testimonio claro de Cristo “para que el mundo crea”. 

Recemos por la Iglesia de Dios, para que sea siempre, por encima de las limitaciones humanas, luz para las naciones, como lo recuerda el Concilio Vaticano II. Y para que podamos ser testigos creíbles y convincentes de Jesucristo. Dios no quiere ni admite dobleces ni medias tintas en la vida de sus hijos, especialmente en sus ministros. Y si las encontráramos, Él nos abre el camino de la conversión y el encuentro con un Padre dispuesto a cambiarnos el corazón.

Como los apóstoles y otros personajes del Evangelio, también nosotros podemos decir a Jesús: 

“¡Creo, Señor!, pero ayuda a mi incredulidad (Mc 9, 24).
Tú dijiste que todo lo que pidamos al Padre en tu Nombre, Él nos lo concederá (Cf Jn 14, 13).
“¡Auméntanos la fe!” (Lc 17, 5), para que podamos superar cualquier obstáculo y mover montañas, como Tú lo enseñaste (Cf. Mt 17, 20). 

María Santísima facilita a los cristianos el encuentro con Dios a través de Jesús. Es la experiencia de todos los tiempos. ¡Cuánto ayuda un Rosario bien rezado, contemplando la vida del señor con los ojos de María! 

Bienaventurada eres, María, porque has creído, le saludó Isabel (Cf. Lc 1,45). Creo que a María le gustaría poder repetir esa misma expresión, pero con nuestro propio nombre y apellido, con el nombre de cada cristiano: Bienaventurado tú, que has creído. Vale la pena, y así lo quiere Dios. 

Que Dios los bendiga en este Año de la Fe como Él sólo sabe hacerlo. Que así sea.

Alfonso Delgado, Arzobispo de San Juan
11 de Octubre 2012.

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